Llueve en el norte. Hace apenas dos horas lucía el sol. Y tres horas atrás la neblina envolvía el paisaje de esta orilla del río Sella donde la guerra invisible que se ha desatado en nuestro país y en esos países diminutos que son nuestros cuerpos me ha confinado. Una casa a la orilla de un río, lo que siempre deseé y, sin embargo, nunca creí que tendría en circunstancias tan sombrías. Aún así agradezco la suerte y la generosidad de quien me ha regalado la visión de un cerezo en flor desde la ventana, sobre el que hace un momento los insectos celebraban que ahora sí, la primavera está a las puertas.
La enfermedad asusta, cerca, nos reduce a nuestro espacio cotidiano, nos aisla. La enfermedad también nos sitúa ante el abismo de nuestra existencia, el sentido de los días, lo verdaderamente importante. En este tiempo suenan los teléfonos, vuelan los mensajes, se propagan las preguntas. Queremos saber si aquellos a quienes amamos están bien, necesitamos compartir la espera, la incertidumbre, infundirnos ánimos.
Llueve sobre el río, y el río no se detiene. Avanza la primavera y la vida, a su paso, nos habla en un lenguaje de brotes y yemas.
A ti, que estás en una ciudad, en un piso, tal vez en un pequeño espacio, a ti que no puedes ver la montaña ni los árboles ahora mismo: allá fuera, en los campos, la vida se abre paso entre la niebla. Te esperan los árboles, el tacto de las horas, que nunca volverán a ser como antes, nada lo hará después de esta lúcida revelación de la fragilidad. Te esperan muchos bosques en los que sumergirte, muchas estaciones por transitar. Cierra los ojos y escucha el sonido de tu cuerpo. Estás aquí, la vida se abre paso también dentro de ti.
Confía en la fuerza de los brotes. Reverdece.