La memoria de la piel

Esa cicatriz en la barbilla que te hiciste aquel verano creyendo que un saltamontes se agazapaba dentro de tus pantalones; la pequeña quemadura en el pulgar que ahora sirve para predecir el cambio de temperaturas; el zarpazo metálico con que aquellas escaleras marcaron para siempre tu espalda.

Huellas. La transcripción de lo vivido al lenguaje de la piel. Tu cartografía.

También están las otras, las señales invisibles, mucho más dolorosas y persistentes. La caricia bajo el escritorio, los rincones cómplices que renombraste, la temperatura y la suavidad de aquel otro cuerpo del que habrías podido dibujar un mapa.

La piel, nuestro órgano más extenso, guarda su propia memoria.

Al sumergirnos en la naturaleza nuestra piel entra en contacto con esa otra piel rugosa, húmeda, cuarteada, que es la piel del bosque. Tocamos sus tejidos, sentimos la sorpresa de su blandura, nos preguntamos qué late bajo esa epidermis, cómo recibe el bosque nuestro tacto.

Recordará tu piel otros paseos, la hierba a punto de secarse bajo tus pies, la aguja de los juncos y esa firmeza serpenteante de las raíces. En algún punto la frontera entre ambas pieles cederá y entonces será fácil atravesar espejos o cortezas. Tu cicatriz supurará resina, la nervadura de sus hojas temblará al roce de tus yemas.

Un bosque se agita dentro de ti.